¿Corrupción? ¡Mejor no hablar de ciertas cosas!

Chile es uno de los países de América Latina más respetados por la buena salud de sus instituciones.

El cumplimiento efectivo de la ley y la imparcialidad de los reguladores está vinculado fuertemente a esas buenas estadísticas. Existe entonces un cierto convencimiento interno y externo en que este es un país donde la cultura de la ventaja (la coima o el tráfico de influencias) no es aceptada, al menos de manera pública, como una vía alternativa y más eficiente de conseguir derechos. Los años de gobernabilidad democrática, de “la política de los acuerdos”, la “pax boeningeriana” que refirió alguna vez Francisco Vega, trajeron dentro de sus productos un dogma sobre la salud macroeconómica y ciertas características no transables del Estado chileno: un Estado centrado en la regulación de la actividad económica, con orientación al cliente, donde la probidad y la transparencia en el poder público era fundamental. Y cada tanto, ese dogma vuelve a ser digno de recordación. Más vale recordar que el actual Presidente consideró dentro de sus ejes, el fin de los “pitutos”, la llegada de una nueva forma de gobernar y en general “el fin de la corrupción de la Concertación”.

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